2021/05/26

THE BARBAROUS VASCONES

 

Esto es un cuento, un relato corto de H. P. Lovecraft, escritor estadounidense que es considerado en nuestros días un clásico de la literatura de terror y ciencia-ficción. Este autor fue una de mis lecturas de juventud, aunque eso no viene a cuento. Lo interesante es que este relato está ambientado en los años previos a nuestra Era en un espacio que es familiar para nosotros: Calagurris, Pompelo, los Pirineos... La literatura a veces (¿o siempre?) es algo más que literatura, por eso este relato será un ítem, una pieza más a examinar en la Historia de las ideas sobre los Vascones que algún día se escribirá. Los bárbaros Vascones (the barbarous Vascones, en el idioma de Lovecraft) es un tópico literario que se repite desde la Antigüedad (Silio Itálico, Suetonio, Orosio,...) hasta la literatura contemporánea (H. P. Lovecraft, en este caso).

El relato se escribió en 1927 y fue publicado por primera vez en 1940 con el título The very old folk. Existen varias traducciones al castellano, en las que el título ha sido de distintas maneras interpretado: La antigua raza, Gente muy antigua o Los Antiguos. Este último es el título que Jesús Cuartero Méndez ha elegido para su traducción anotada que presenta, junto a un breve análisis en el artículo "Cuando H. P Lovecraft soñaba con Calagurris: Los Antiguos", publicado en la revista Kalakorikos, nº 24, 2019. Recojo esta traducción, que me parece realizada con buen criterio, aunque con ligeros cambios en la onomástica, por ejemplo me parece incorrecto la forma Pompaelo que utiliza Cuartero, no solo porque Lovecraft utilice Pompelo sino porque esta es la forma más aceptada hoy en día por los historiadores. Remito a este artículo y al de Pablo Ozcáriz Gil "The very old folk. Roman Provincial Administration, Vascones, and Epigraphy in H P. Lovecraft" en Ágora. Estudos Clássicos em Debate, nº 21, 2019, a todos los interesados en más información histórica y literaria sobre esta narración.


En inglés: The very old folk

Otra traducción en castellano: Gente muy antigua

En euskera: Herri zahar-zaharra

En francés: Está basado en este relato un cortometraje de 13 minutos, en francés y latín, titulado Le peuple ancien, dirigido por Julien Lacombe y Pascal Sid en 2001. No lo encuentro en la nube.



The very old folk.

H. P. Lovecraft

 

 

Los Antiguos


Querido Melmoth,

Así que andas ocupado indagando en el pasado turbio de ese insufrible jovenzuelo asiático que es Varius Avitus Basianus. ¡Puf! Hay pocas personas que considere más despreciables que esa maldita rata siria.

Yo mismo me he visto transportado a la época clásica a través de la lectura reciente de la escrupulosa versión de La Eneida que ha llevado a cabo James Rhoades, que no había tenido el placer de leer hasta la fecha. Se trata de la edición más fiel que haya visto jamás de Publius Maro, incluida la de mi tío, el Dr. Clark, que no ha sido publicada todavía. El entretenimiento virgiliano y los pensamientos sobre la víspera de Todos los Santos con sus extraños rituales me produjeron un sueño romano la noche del lunes pasado. Un sueño tan vívido y plagado de presagios ominosos, tan repleto de terror latente que creo que pueda utilizarlo más adelante para confeccionar algún tipo de relato. Los sueños ambientados en la antigua Roma no eran inusuales en mi juventud. Solía acompañar al divino Julio por toda la Galia como tribunus militum, sin embargo hacía ya tiempo que había dejado de experimentarlos. Quizá sea por esta razón que la experiencia onírica me haya impresionado con una fuerza extraordinaria.

El sueño comenzaba con una puesta de sol flamígera en la pequeña ciudad provinciana de Pompelo a los pies de los Pirineos, en la Hispania Citerior. La historia se dataría a finales de la República, ya que la provincia estaba todavía gobernada por un senador proconsular en vez de por un pretor legado de Augusto. La fecha exacta sería la víspera de las calendas de noviembre. Las colinas doradas se alzaban al Norte de esta ciudad de dimensiones reducidas. El sol de poniente brillaba rojizo y místico sobre los edificios de piedra y yeso del foro polvoriento y sobre los muros de madera del circo que se encontraba un poco alejado de la ciudad hacia el Este. Grupos de ciudadanos, colonos romanos, nativos romanizados de pelo áspero e individuos de las tribus vasconas de los alrededores con sus barbas negras y sus prendas rústicas hacían evidente la mezcla de razas que se podía encontrar en Pompelo. Los civiles vestían con togas sencillas de lana y los militares lucían sus cascos centelleantes. Todos ellos atestaban las calles enlosadas y el foro. Se mostraban atenazados por una vaga y mal definida sensación de desasosiego. Yo mismo acababa de descender de una litera que los porteadores ilirios habían traído apresuradamente de Calagurris a través del río Ebro. Parece ser que yo era un cuestor provincial llamado Lucius Caelius Rufus y que había sido llamado por el proconsul Publius Scribonius Libo, quien ya había llegado de Tarraco unos días antes. Los soldados pertenecían a la V Cohorte de la XII legión bajo el mando del tribunus militum Sextus Asellius y del legado de toda la región Cneus Balbutius que había venido también de Calagurris, ubicación permanente de la cohorte.

La razón de nuestro encuentro radicaba en el terror que anidaba en las montañas. Los habitantes de la ciudad habían sido presa del nerviosismo y del temor. Habían suplicado la presencia de una cohorte de Calagurris. Nos encontrábamos comenzando la funesta estación del otoño y los salvajes de las montañas se preparaban para sus escalofriantes ceremonias, de las que se escuchaban todo tipo de rumores. Se trataba de los antiguos, aquellos que moraban en lo alto de las montañas y hablaban un lenguaje cortante que los vascones no podían entender. Raramente se dejaban ver: no obstante unas pocas veces al año mandaban mensajeros de piel amarillenta y ojos estrábicos, que se asemejaban a los escintios, para comerciar con los mercaderes a través de signos. Lo cual no impedía que continuasen con sus rituales infames en las cumbres que incluían aullidos desgarradores y piras a modo de altares que causaban un hondo pesar a los habitantes del valle.

Todos los años en vísperas de las calendas de mayo y de noviembre se producían una serie de desapariciones. Varios habitantes de la ciudad parecían desvanecerse para no volver a saberse nada de ellos. Se decía que los pastores y otros moradores próximos a las montañas no veían con malos ojos estas prácticas de los antiguos, incluso se insinuaba que las cabañas de paja en las que pernoctaban se quedaban vacías antes de la medianoche de los días que se celebraban esos sabbaths abominables.

Este año la sensación de terror era más grande si cabe, ya que se tenía la certeza de que la ira de los antiguos caería sobre Pompelo. Tres meses antes, cinco de los comerciantes de ojos estrábicos habían bajado de lo alto de las montañas y tres de ellos habían acabado muertos en una pelea que se desarrolló en el mercado. Los dos antiguos restantes se habían escapado y sin decir una sola palabra habían regresado a sus hogares en las cimas de las montañas. Durante ese otoño no había desaparecido ningún habitante de Pompelo. Había algo amenazador en esa inmunidad. No cabía pensar que los antiguos hubiesen indultado a las víctimas de sus sabbaths. Eso hubiese sido demasiado bonito para ser real. Los habitantes de Pompelo lo sabían y se encontraban extremadamente asustados.

Durante varias noches se había escuchado el repicar sordo de los tambores en las montañas y el edil Tiberius Anneus Stilpo, que tenía sangre nativa en sus venas, había acudido a Calagurris para que se enviase una cohorte que acabara de una vez por todas con los malditos sabbaths. Balbutius había rechazado la idea. Sin demostrar mucho tacto había argumentado que los ritos de la gente de las montañas no eran incumbencia del pueblo de Roma, a no ser que sus propios ciudadanos se vieran afectados. Y, sin embargo, yo, que parecía ser un amigo íntimo de Balbutius estaba en desacuerdo con él.

Teniendo en cuenta que poseía vastos conocimientos en los saberes oscuros ancestrales, creía a los antiguos capaces de desencadenar un destino aciago y mortal sobre el conjunto de la ciudad. No había que pasar por alto el detalle del gran número de ciudadanos romanos que formaban parte de la misma. La propia madre del edil que había liderado la queja era una romana de pura cepa: Helvia, la hija de M. Helvius Cinna que había llegado con el ejército de Pompeius.

Por lo tanto, debido a la diferencia de criterio con Balbutius, envié al procónsul un esclavo joven y astuto de origen griego llamado Antípater con una serie de cartas explicando la situación. Scribonius tomó en consideración mis recomendaciones y ordenó a Balbutius que mandase la V cohorte con Asellius a Pompelo para que al anochecer de la víspera de las calendas de noviembre atacasen cualquier orgía innombrable que se pudieran encontrar y que capturasen a los prisioneros que fuese menester y los enviase posteriomente a Tarraco, a tiempo para la próxima audiencia con el propraetor. Balbutius protestó e hizó varias alegaciones, por lo que tuve que enviarle a Scribonius más correspondencia. Tanto escribí al procónsul que acabó por estar tan interesado en el tema como para venir él mismo personalmente para ser testigo del terror que le había descrito.

Scribonius había decidido acudir a Pompelo perfectamente equipado con sus lictores y asistentes. Había escuchado suficientes rumores y habladurías para quedar impactado, de hecho bastante desasosegado. Tenía el firme propósito de acabar de una vez por todas con el sabbath. Deseaba cnsultar con alguien que entendiese del tema, por lo que me encomendó acompañar a la cohorte de Asellius. Balbutius acudió también para presionar a favor de su recomendación adversa, ya que era de la opinión que una actuación militar drástica podría suscitar un peligroso sentimiento de malestar entre los vascones, tanto en los aculturados residentes en la ciudad, como los que mantenían sus costumbres tribales.

Así que allí nos encontrábamos todos contemplando la puesta de sol mágica entre las montañas. El viejo Scribonius Libo vestía su toga praetexta y la luz áurea brillaba sobre su cabeza ya desprovista de cabello y su rostro arrugado por el tiempo. Balbutius, embutido en su casco y su coraza que resplandecían con los últimos rayos del día, apretaba sus labios en señal de tenaz oposición a lo que estábamos haciendo. El joven Asellius ataviado con sus grebas pulidas nos obsequiaba con su mirada de superioridad. Se producía, igualmente, un amontonamiento de ciudadanos de Pompelo: legionarios, hombres de diferentes tribus, campesinos, lictores, esclavos y asistentes de los oficiales. Yo mismo parecía vestir una toga común que carecía de cualquier distintivo característico. Por todos los lados se palpaba una sensación de fatalidad. La gente de la ciudad y de los campos cercanos apenas se atrevía a expresarse en voz alta y los hombres del séquito de Scribonius Libo, que llevaban más o menos una semana por la zona, daban la sensación de haber sucumbido a ese temor al que no podíamos darle nombre ni forma. El viejo Scribonius Libo se mostraba muy serio, así que las voces de los que acabábamos de llegar parecían inapropiadas y fuera de lugar, como si estuviéramos dando voces chillonas en el lugar que se hubiese producido un deceso o en el templo de una divinidad sagrada.

Entramos en el praetorium y mantuvimos una conversación circunspecta. Balbutius mostró sus objeciones. Asellius parecía despreciar profundamente a todos los nativos, aunque también pensaba que era poco recomendable provocarlos. Asellius apoyó mis tesis sin embargo mantenía, al igual que Balbutius, que era preferible no hacer nada y provocar el enfado de la población asentada en Pompelo que aventurarse a comenzar una acción militar en las montañas para erradicar los rituales de las poblaciones nativas.

Yo insistía en actuar. Me ofrecí para acompañar a la cohorte en cualquier expedición que pudiese llevarse a cabo. Puntualicé que los vascones, asalvajados, eran de carácter violento, poco fiables y tendentes a la rebeldía, por lo que tarde o temprano habría escaramuzas con ellos fuese cual fuese la decisión que adoptásemos. Además no habían supuesto, hasta la fecha, demasiado peligro para nuestras legiones y por otra parte era bastante difícil de justificar el hecho de que los representantes del pueblo de Roma se achantasen por unos bárbaros. Había un deber moral de justicia y prestigio que debía imperar en la república romana. También añadí que el éxito en la administración de una provincia dependía primordialmente de la seguridad y la concordia de los diversos elementos que aportaba la civilización, en los cuales descansaba la maquinaria del comercio y la prosperidad económica. ¿Acaso no teníamos sangre itálica, aunque fuese mezclada, corriendo por nuestras venas?. Era por eso que aunque inferiores en número estábamos obligados a respetar unos valores que ligaban la provincia al concepto de imperium, al poder del Senado y del Pueblo de Roma. Verbalicé que teníamos un deber moral con los ciudadanos bajo protección de Roma, incluso aquí lancé una mirada sarcástica a Balbutius y a Asellius, aunque nos causase algún que otro inconveniente ya fuese con la gente que vivía en Pompelo o, por el contrario, supusiese la interrupción temporal de actividades tan gratificantes como beber cerveza o las peleas de gallos en el campamento de Calagurris. Tenía el comvencimiento absoluto de que el peligro que acechaba a los habitantes de Pompelo era real, puesto que poseía conocimientos profundos sobre la materia adquiridos a través de un estudio concienzudo. Había leído muchos rollos manuscritos provenientes de Siria, Egipto y de las ciudades crípticas de Etruria. Había tenido una charla muy esclarecedora con el sacerdote sediento de sangre de Diana Aricina. Nuestro encuentro tuvo lugar en su templo en medio del bosque que bordea el lago Nemorense. Había presencias inquietantes que podían ser convocadas en los sabbaths de las montañas. Presencias que no debían manifestarse en los territorios que se encontraban bajo tutela y dominio del pueblo romano. No debían tolerarse, de ninguna manera, el tipo de orgías y rituales que se llevaban a cabo más allá de las estribaciones de la montaña aunque fuesen menores en comparación con las que habían desarrollado sus ancestros. A. Postumius, siendo cónsul, había ejecutado a muchos romanos por practicar bacanales, hecho que se inmortalizó sobre el frío bronce y fue expuesto públicamente en el senado-consulto De Bacchanalibus. Si actuábamos con celeridad, antes de que el desarrollo de los ritos invocase la presencia de algo que fuese inmune a los pilums y demás armas romanas, el sabbath no tendría que ser un gran obstáculo para toda una cohorte romana. Tan solo se debería detener a los participantes en los rituales y mostrar clemencia con los meros espectadores, algo que reduciría considerablemente el presentimiento de los simpatizantes que esa gente pudiese tener en los alrederores. Siendo pácticos, las convicciones y las normas recomendaban una intervención limitada, austera. No dudaba que Scribonius, teniendo en cuenta la dignidad y obligaciones del SPQR, se adheriría al plan de enviar la cohorte al mismo tiempo que reclamaría mi presencia en la comitiva pese a las objeciones de Balbutius y Asellius. Ambos se comportaban más como gente oriunda de la provincia que como auténticos romanos.

El sol oblicuo se encontraba muy bajo. La totalidad de la cudad parecía atrapada bajo el denso manto de una atmósfera de irrealidad y encanto maléfico. En ese preciso momento Scribonius, el procónsul, dio por buenas mis sugerencias y me adscribió a la cohorte con el rango provisional de centurión primípilo. Balbutius y Asellius cedieron, el primero con mayor agrado que el segundo. Conforme el crepúsculo se extendía sobre las laderas otoñales, un rítmico y espantoso repiqueteo de tambores descendía desde las alturas con ritmo perturbador. Unos pocos legionarios se mostraban cohibidos, sin embargo las órdenes tajantes de sus superiores los situaron en formación de avance y toda la cohorte se puso al poco tiempo en movimiento en dirección hacia la silueta plana y alargada del circo. Balbutius y Scribonius Libo insistieron en acompañar a la cohorte. Nos costó mucho hacernos con los servicios de un guía local que nos orientase por los diferentes senderos y caminos de las montañas. Comenzamos a caminar con el ocaso, la delgada hoz de plata de una luna joven temblaba sobre los bosques que se extendían al Este. Lo que nos inquiertaba era que, pese a todos nuestros esfuerzos, el sabbath iba a celebrarse y eso que parecía que las noticias de nuestra expedición debían haber alcanzado las colinas. Se seguía escuchando el sonido sinuoso de unas percusiones que evocaban el pasado. Los participantes en la ceremonia se mostraban indiferentes a la presencia de las fuerzas romanas que se les aproximaban. El sonido se percibía más alto conforme avanzábamos hacia un saliente de las montañas. Nos quedamos rodeados en nuestros dos flancos por la vagetación exuberante de unas laderas con mucha pendiente, dejándonos poco espacio para maniobrar debido a la estrechez del paso. Los troncos de los árboles adoptaban unas formas fantasmagóricas bajo la tenue luz de nuestras antorchas. Todos marchaban a pie excepto Scribonius Libo, Balbutius, Asellius, dos o tres de los centuriones y yo mismo, aunque nos vimos obligados a dejar nuestros caballos ya que el terreno se volvía más y más escarpado. Decidimos que una partida de diez hombres se detuviese y se hiciese cargo de nuestras monturas aunque no era probable que los cuatreros fueran a actuar en esa noche impregnada de terror y oscurantismo. De vez en cuando teníamos la impresión de percibir formas entre los árboles que nos acechaban. La ascensión se endurecía. Tras hora y media, la pendiente y la angostura del camino hacían mella en la cohorte. Se hacía evidente que el avance de un grueso de trescientos hombres en esas condiciones íba a ser muy complicado. Entonces, de una manera súbita, comenzamos a percibir un sonido escalofriante que provenía de más abajo, de la zona en la que habíamos dejado los caballos. Los habíamos escuchado gritar, no relinchar sino gritar. No había luz que nos permitiese observar qué estaba sucediendo. Ni tampoco se oía ningun tipo de actividad humana que justificase que hubiesen comenzado a chillar. En ese preciso momento comenzaron a resplandecer fogatas en todos los picos que nos eran visibles. El terror parecía acorralarnos tanto enfrente nuestro como en nuestra retaguardia. Buscando a nuestro guía, el joven Vercellius, solo pudimos encontrar un bulto revolcándose en un charco de sangre. En su mano llevaba la espada que había cogido del cíngulo de D. Vibulanus, subcenturión, y en su rostro se dibujaba tal gesto de horror que hasta los legionarios más veteranos palidecieron al verlo. Se había suicidado cuando nuestras cabalgaduras se pusieron a gritar, probablemente influido por todas las historias y leyendas que había oído desde niño acerca de las cosas que ocurían aquí arriba en las montañas. Todas las llamas de las antorchas comenzaron a debilitarse, algunos de los legionarios aterrados comenzaron a llorar. Los llantos de los militares se entremezclaban con los gritos incesantes de los caballos. El aire se enfrió considerablemente, mucho más de lo que hubiese sido normal a principios de noviembre, además se sentía en la piel el movimieno del mismo como si fuese el resultado de un batir de alas gigantescas. La cohorte al completo permaneció paralizada y conforme las antorchas se apagaban creí percibir como se movían unas sombras cuyo contorno quedaba remarcado por la Vía Láctea, Perseo, Casiopea, Cefeo y Cygnus. En un momento dado todas las estrellas desaparecieron del firmamento, parecían haber sido borradas, incluso las más brillantes como Deneb o Vega que teníamos enfrente o la solitaria Altair y Formalhaut que tenían que descansar a nuestra espalda. Todas las antorchas se extinguieron al mismo tiempo. Lo único que se percibía sobre la afligida cohorte, cuyos miembros no cejaban en sus gritos y lamentos, eran las fogatas de las cumbres que mantenían vivo su fuego. Las tonalidades rojizas e infernales silueteaban las formas irracionales que saltaban y se movían entre nosotros. Formas colosales que ningún sacerdote frigio o ninguna anciana de Campania podrían haber llegado a prefigurar en sus fantasías más salvajes. El ritmo demoníaco de los tambores aumentaba su volumen y su frecuencia ahogando los gritos de legionarios y caballos. El viento helador bajaba la temperatura desde las cumbres prohibidas y atrapaba a cada hombre de forma individual. Los militares se movían y luchaban en vano contra algo que no entendían, no querían asumir el destino que les esperaba, semejante al de Laoconte y sus hijos. A excepción del viejo Scribonius Libo que resignado pronunciaba las siguientes palabras entre los gritos execrables de los miembros de la cohorte. Unas palabras cuyo eco todavía resuenan en mis oídos «Malitia vetus, malitia vetus estvenittandem venit».

Entonces desperté. Se trató del sueño más tenso que he tenido en años. Me ha hecho bucear en los pozos de mi subconsciente. Un subconsciente que se ha mantenido inexplorado durante mucho tiempo, hasta casi haberlo olvidado. Del destino de la cohorte no existe ningún registro documental, al menos la ciudad se salvó. En las enciclopedias actuales se nos cuenta que la ciudad de Pompelo perdura bajo el nombre moderno de Pamplona.

 

Tuyo,

C. Iulius Verus Maximus

  

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